El alquimista
Miguel A. Cuervo Blanco
...PREGUNTADO por si tuvo tratos con el Demonio para alcanzar sus perversos y abominables fines, contesta que sí.
Preguntado por si realizó conjuros o brujería para mesturar los ingredientes a la manera que el Maligno le dijera adecuada con
le propósito de pervertir las voluntades de sus hermanos en el Señor, contesta que sí.
Preguntado por si tuvo ayuda de algún otro para llevar a término su maléfica obra, contesta que no, que todo lo hizo solo
Preguntado sobre los hechos que acontecieron en el Monasterio
de San Benito, para que contara cómo procediera en el
engaño, dice que tras haber cocinado la cena a la manera
que el Demonio le enseñó, se la ofreció
a sus hermanos, los cuales comieron todos hasta saciarse y más,
y que cada bocado que cataban mayor efecto les causaba el conjuro,
y más perdían las maneras y modos ortodoxos que
deben acompañar a los hombres de Dios, dándose
a las formas libertinas. Y que tras haber terminado la cena
y haber bebido no menos de quince pellejos de vino, fueron todos
a la bodega a por más, y que tragaron hasta que rebosaba
por los gaznates, y que entonces reventaron las barricas y se
bañaron en el caldo hasta que todos fueron cayendo en
pesado sopor gracias al hacer de la brujería que había
en los alimentos que se les diera. Que entonces él aprovechó
la ocasión para tomar al abad contra natura, y después
al resto hasta no dejar ninguno, y que con alguno repitiera.
Y que cuando se cansó, se le ocurrió ir a la capilla
a echar abajo la cruz y pateada, y escupida, y orinar encima.
Preguntado por si además de sodomía practicara bestialismo, contesta
que sí, que cuando estaba ya rendido de cansancio, vencióle
el sueño, pero que al poco vino el Demonio a despertarle,
y le dijo que si deseaba complacerle fuera a la cuadra, cosa
que hizo con presteza, y que ató al burro que allí
había y practicó hasta que recibiera una coz que
le descabró y le dejó sin entendimiento hasta
que le despertaron por la mañana atado de pies y manos
sus hermanos, que se habían despejado antes que él,
y comprendiendo lo que les había hecho, le hicieron preso
y dieron aviso a la guardia para que se lo llevaran y se hiciera
santa justicia.
Preguntado por los ingredientes que mesturara en el alimento que cocinara,
contesta que cuando despertó no recordaba ninguno, y
que ya no volvió a hacer memoria de ellos.
Decir que los calabozos de Calatrava eran la tripa más culera en el vientre del gorrino que más cochino se viera en la más
inmunda cuadra, no era una exageración en absoluto, sino un ejercicio de búsqueda de los términos más
vulgares que la lengua de Castilla podía ofrecer a un parisino como yo para que tratase de describir la cochambre
en la que me veía obligado a estar aquella noche.
Tras el candil y el apestoso aroma que perseguía al carcelero, descendiendo por escalones resbaladizos hasta el
mismo... ¿cómo se dice? confín de la tripa más culera, deslizábame yo más que caminaba,
todo manos buscando pared, todo suelas buscando suelo.
- ¿Cuándo lo queman, monseñor?
Mostróme sus dientes pobres aquel ignorante y dióme a oler su
aliento con un giro de cabeza a traición que a poco me tumba.
- Mañana a mediodía –dijo mi voz protegida súbitamente tras gruesa capa-.
- Ya le he dado lo que sus pecados merecieron, y ruégole a Dios que desde el cielo pronto me reconozca estos esfuerzos
con la dicha de poder verme libre de estos deberes, que no por bien obedecidos son bien agradecidos por parte de quienes lo
han de hacer aquí en la tierra.
Escuchando hablar a aquel villano que ni recordaba la última vez que había visto la luz del sol, condenado a mortificar los
cuerpos de sus semejantes para redimir sus penas, no pude menos que reflexionar que si por aquellos lares con tal maestría
se manejaban en la palabra tales mastuerzos, cuáles no serían los peligros del verbo empleado por hombres de
espíritu más cultivado.
- Dejadme solo y alejaos hasta que yo os llame.
Pues ya habíamos llegado a la puerta de la celda que se encontraba al final del túnel. Arrugando las narices por el hedor que
escapaba horrorizado de sí mismo entre las rendijas de la madera, descorrí el cerrojo y empujé para recibir
el sopapo de la náusea.
Al levantar el candil que me prestara el carcelero le vi, agazapado contra la esquina y con la cabeza desmayada sobre el pecho.
- Fray Turón... Me llamo Gilles de Rais y soy legado del Papa para los asuntos de la Inquisición.
Debo confesar que esperaba que al menos izara la vista para contemplar a tan noble visita, pero no tuvo a bien brindarme
tal honor.
- Hijo mío, Dios nuestro Señor, en su infinita misericordia para con los hombres, dispone que por terribles
y graves que sean los pecados con que le ofendamos, siempre encontraremos sus brazos abiertos para el arrepentimiento y
el perdón. Confiesa pues todos los pecados que afligen tu alma y ve en paz a buscar el consuelo del Creador.
Ni uno de sus pelos se movió, y parecíame que hasta le oía roncar. Reparé en una jarra que había
junto a la puerta y que debía de contener agua, y le di una patada contra la pared para ver si con el estrépito
de estallarla espabilaba el durmiente, de tal casual guisa y con tal puntería que atiné a alcanzar a una rata
que por allí se escondía, y que con tan gran escándalo chilló que hizo salir despavoridas a otras dos de bajo
los faldones del hábito del desgraciado, quien gruñó y se agitó entre las sombras.
- Hijo mío, vengo a darte la confesión que anhelas. ¿Querrás abrirme tu corazón y pedir perdón al Señor? ¿Relatarás a este su siervo tus
pecados para que puedan ser redimidos? Que por terribles que se te antojen, nunca lo serán lo bastante como para no
ser escuchados y comprendidos.
Ni una palabra, ni un gesto.
- ¿Es que acaso no temes a la muerte en pecado? ¿Es que no te
habló el Demonio del fuego feroz del infierno que consume
para siempre a los condenados, muchos de ellos huéspedes
eternos de Lucifer por méritos mucho más leves
que los que tú presentas? ¿Tan inmenso es tu valor
y tan nimia tu cordura?
Si mis ojos, acostumbrados ya a la penumbra del agujero, no vislumbraran su
pecho subir y bajar, hubiera jurado que el fraile ya no requería
la confesión alguna. Me allegué hasta su rincón
pisando con asco los desechos de sus entrañas, y me agaché
para tomarle de la mano. Acariciando los muñones ennegrecidos
de sus dedos torturados acerqué mis labios a su oreja
y le hablé en un susurro.
- Hermano, sé que eres tan inocente de los pecados que dicen que cometiste como el burro de la coz que dicen que te
dio.
Algo había logrado. Abrió sus párpados hundidos en carmesí y me miró.
- Sí, mi buen fraile. Llevo el tiempo suficiente por
aquí como para haber conversado con todos tus acusadores,
tus hermanos, todos hijos de nobles, bastardos de cardenales
y mancebos de la Corte, todos amantes del vino muy por encima
de la virtud. Vino que se convirtió en mi aliado para
ir arañando la verdad de sus propias lenguas desprevenidas
después de festines y orgías costeados por las
arcas de la misma Roma. Escupiéndome sus babas de borracho
fueron dando rienda suelta a su impudicia a medida que yo me
ganaba su confianza, rememorando las vejaciones que todos te
dieron en pago por censurar sus ofensas a Dios. ¡No fuiste
tú, hijo mío, sino ellos los que pecaron tan terriblemente
aquella noche infortunada! Yo lo sé y nuestro Señor
lo sabe, y ten por seguro que por cada vez que fuiste mancillado
recibirás mil parabienes celestiales cuando Él
te acoja en su seno.
Las lágrimas que a raudales bañaban su cara sucia y la postración estremecida de besos en mi mano, me decían
que ya era mío y estaba convenientemente dispuesto para recibir la puntilla.
- Mi buen fraile, sólo una cosa te pido que me expliques, pues aunque
mi corazón está convencido de tu inocencia, no
te oculto que mi alma permanece inquieta desde que tus acusadores
me confiaron sus viles bajezas y entre todas ellas no pude comprender
algo en lo que de modo unánime todos coincidieron. ¿Qué
cordero les diste de cena, que ninguno de ellos había
probado jamás cosa semejante, y que según cuentan
impelió a sus cuerpos a beber con tal descontrol que
perdieron las maneras y tórnolos en bestias? Que ni tomillo
ni perejil, ni cebolla ni ajo, ni pimiento ni patata, ni mestura
conocida aliñaba aquel manjar delicioso que nadaba en
una balsa de líquido embriagador, que sus bocados, decían,
eran tiernos como pechos de una virgen y jugosos como su entrepierna.
¿Dime, hijo, con qué alquimia sobrenatural cocinaste
aquel asado cuya excelencia ofendió a los ojos de Dios
de tal forma que así castiga tu osadía y te exige
poderosamente confesión para acogerte en su Reino? ¡Revélame
la receta ahora, ante Dios nuestro Señor, nuestro sagrado
testigo, y te aseguro que recibirás el perdón
que ha de librarte de arder eternamente en la hoguera!
Así navegaba yo en la ambigüedad de las palabras, empleando toda mi
habilidad lo más diestramente que sabía, para ver
si conseguía convencer al fraile de que me revelara su
secreto, y parecióme que lo lograba cuando acercó
su rostro al mío con gran trabajo y abrió su boca
desdentada. Ya lo celebraba yo en mi fuero interno con gran alborozo
y emoción, pero lo único que salió de ella
fue un sonido gutural envuelto en una mueca patética para
mostrarme, oh, horror maldito, su lengua cercenada que en vano
intentaba realizar su antigua labor.
Dime cuenta entonces de que había sido derrotado por
la inoportuna crueldad del carcelero, quien había decidido
aplicarle su particular propina después de la sentencia,
en venganza por el obstinado silencio del fraile que tanto le
había hecho trabajar.
Abatido e irritado me erguí y me solté de su mano, dejándole en el suelo con la mirada expectante. Me dirigí
a la puerta llamando a gritos al maldito carcelero, cuando sentí el tirón de sus muñones en mi hábito, una
imploración aferrada a su esperanza última. Antes de librarme, le hablé.
- Dios ya escribió tu epílogo cuando decidió privarte del habla. Ve pues a la hoguera terrenal que hará
de antesala al fuego eterno que te aguarda.
Matadlos a todos, que Dios salvará a los suyos.
Rondábame la cabeza aquella cita dominica mientras contemplaba la plaza
más que ahíta del vociferante gentío que
habíase congregado para tan singular evento, anhelante
y espantado, cruel y piadoso, libertino y ferviente. Desde el
balcón no tenía ojo para distinguir a Fray Turón
entre las corozas y sambenitos de sus numerosos compañeros.
- Diecisiete, majestad, y treinta y cinco penitentes. Jamás se vio tal
cosa en Valladolid.
- Ni tanto pueblo, a fe mía, no alcanzo a vislumbrar el confín de las cabezas. ¿Aún resta mucho?
- Apenas el tiempo justo para atados a los palos y declamar los salmos.
Apenas el tiempo justo para despedirme de su secreto culinario.
Volveríale a brotar la lengua sí atisbara la gloria
que ésta le podría dar. Y si conociera las leyes
que gobiernan las integras de la curia romana, a buen seguro
que hubiera reservado su maestría para mejores comensales
que aquella turba de monjes de tan bajos instintos. Y si nuestro
amado Papa tuviera un paladar menos fino, no me habría
yo de ver en misión tan enojosa, ni con tanto tiempo
desperdiciado lejos de mis intereses en Roma, todo para rematado
subido en aquel insigne balcón y tener digna vista de
las cenizas de mi fracaso. Pero ¡bien baratos me habrían
salido tantos esfuerzos si por ventura aquel cordero me hubiera
nombrado cardenal!
Ya arriman las teas a las pilas de leña, ya se anima el fuego bajo sus pies, ya les trepa el humo gris por las piernas,
ya levantan la cabeza huyendo del ahogo, buscando la última bocanada.
- ¿Quién es aquel que tantos aspavientos hace?
- ...No me alcanza la vista, Majestad. ¿Quién decís?
- ¿Pero es que acaso también estáis sordo? ¿No oís sus aullidos?
De todos los del balcón, sin duda era el rey el de sentidos más
agudos, pues a los demás nos costó un tiempo distinguir
al que decía entre el alboroto de la multitud.
- ¡Agua! ¡Agua! ¡Confesión, Gilles de Rais! ¡Agua!
Giró la cabeza su Majestad y mirome de soslayo mientras una boca aduladora informaba a su real oído con presteza.
¡Milagro! ¡Milagro! ¡Era un milagro sin duda!
- ¿Pero qué pide? No entiendo nada... Mirad, ya calla, ¡bendito sea Dios!
Hasta que el fuego le devoró estuvo clamando por mí el fraile, y en tal compromiso me vi bajo las miradas de todos,
que estimé oportuno excusarme sin dar explicaciones que podrían comprometerme aún más, y partir
cuanto antes hacia Roma.
De camino tendría oportunidad de meditar sobre el prodigio que Dios había obrado en el fraile para que pudiera cantar
su receta. Pues bien lejos de andar elucubrando las maniobras que me habrían de procurar mayor privilegio, no dejaba
de maravillarme una y otra vez de la grandeza de nuestra fe, que por tan retorcidos caminos revela la Verdad, y de la sencillez
con la que el Señor compone por manos de los más simples hombres las más grandes maravillas de este mundo.
© Asociación Literaria y Cultural Café Compás de Valladolid, 2005