El Comediante
Antonio Prieto Cañas
MAS VIEJO QUE EL CORAZÓN del mundo. Así te sientes, viejo y débil.
Encorvado bajo el abrigo, toda tu vida en una maleta tan vieja como tu oficio. Caminas
cansado cubierto bajo un paraguas de la pertinaz lluvia que el molesto viento se
empeña en que alcance tu rostro aterido por el frío. Ya se distinguen las luces de la
próxima aldea, no son muchas. Quizás no haya niños y sus moradores sean tan viejos
como tú. Hoy dormirás y mañana buscarás a quién seducir con tus encantos de poeta
para que tu mundo siga teniendo sentido y tu estómago alimento. Un pueblo triste, se
puede mascar la soledad y estás harto de su amargo sabor. Cómico de poca fortuna,
cómico de maleta y pensión, te asalta la duda de que mañana tal vez no salga a la luz
tu gastada función y puedas olvidar lo único que te queda. No hay mucha gente en
este pueblo, no, tal vez no haya niños tampoco. Resguardado del aire y la lluvia
escribes en una hoja el reclamo para tú público con mano trémula y pides permiso al
tabernero para colocarla en un lugar visible de su enmohecida taberna. Un anciano
descansa junto a un vaso de vino con la mirada fija en la nada y que hace tiempo se
apeó de este mundo. El tabernero te ha procurado cobijo en un granero cercano, no
hay pensión ni camas de alquiler en este lugar. El viento entra furtivo en la taberna y
desprende el papel que cae bajo la mesa del viejo ausente, ajeno a todo lo que no sea
el aire que entra en sus pulmones. El tabernero coloca el papel en un puntal de
madera que sujeta una viga mientras el cómico de poca fortuna y ningún camerino se
aleja a descansar. Tu sueño es ligero, los fantasmas te asedian cada noche. Cualquier
día te apeas del mundo como el viejo de la taberna y mandas todo a la mierda.
Mañana será otro día.
La mañana intenta prometer sol aunque es fría y parece querer hacerte olvidar la
mala fortuna de ayer. Abres tu maleta y el improvisado camerino aparece ante ti. Del
maquillaje de buena calidad que contuvo en el pasado no queda nada, sólo los huecos
alojando recuerdos, los enseres de la memoria que para nada bueno te sirven. Hoy
tienes más espectadores que en otras ocasiones. El tabernero, el viejo ausente y el
tonto del pueblo. Lucirte puedes. De sobra sabes que será una representación para ti
solo, el único y más fiel espectador. Revivir en la propia carne, pellizcada por mil
sentimientos, historias que abren las llagas o que las cierran con una pizca de consuelo
por tus palabras y gestos. Pero también tienes tu historia, la tuya propia, la más
hermosa de todas, que por serlo, también la más dolorosa pues por ser historia ya está
en el pasado y el pasado si alguna vez fue bueno se le echa mucho de menos. Brotan
tus palabras e incluso cierras los ojos para sentirlas más. Has olvidado tu público, sólo
cuenta la función. Sonrisas, enfados, lágrimas que aun fingidas, por tu alma resbalan
acariciándola. El clímax de la interpretación te absorbe por completo y tus penas y
alegrías de siempre se confunden con las de este sagrado momento. Sentencias el acto
final con una sublime frase y durante unos instantes esperas silencioso como en otro
mundo, a que los aplausos tiren de ti y te devuelvan a éste. No llegan. No es nuevo
pero te sigue doliendo como un mazazo. El tabernero llena botellas con vino de un
garrafón y lo importas un carajo. El tonto del pueblo te mira con una sonrisa
bobalicona creyendo que aún no ha terminado la función, esperando que sigas
llenando su tonto tiempo. El anciano ausente ya no es de este mundo y no se
preocupa de si te vas al mismo infierno o vienes de él. Recoges el sombrero del suelo
tan vacío como lo dejaste y al ponértelo sobre la cabeza su peso te hunde los
hombros. A grito herido les aturdes con la historia de tu vida, de lo feliz que fuiste
junto a ella y de que en alguna ocasión llegaste a tener hasta dos decenas de personas
pendientes de ti y los aplausos te perseguían durante semanas. Luego vuelves a caer
en el silencio al recordar aquel que se avergonzaba de ti y que nunca fue capaz de
seguir una de tus actuaciones hasta el final. Ella sí te quiso y te llena de amargura no
haber vuelto a visitarla ni una sola vez más, está muy lejos su tumba, casi en el olvido.
Nadie repara en la vieja pistola que tiembla en tu mano, vieja como todo, salvo el
tonto del pueblo que con su imborrable sonrisa bobalicona te ve pero no comprende.
Aprietas el gatillo y no pasa nada. La herrumbre también se ha vuelto contra ti. Arrojas
tu pistola yendo a caer a los pies del anciano ausente. Cierras tu maleta y con ella tu
vida. La lluvia vuelve a joderte esta mañana y te cubres con tu viejo paraguas. La
mañana prometía sol, otra promesa incumplida. Un disparo retumba en tus oídos. Un
regato de agua se tiñe de rojo entre tus rodilla hincadas en el barro. Un nuevo disparo,
y otro más, te hacen caer de bruces. El tonto del pueblo te mira con su sonrisa
bobalicona y sus ojos idos mientras la vieja pistola humea en su mano. Le dedicas una
sonrisa, tu última sonrisa, la única sonrisa en mucho tiempo.
©2002 Asociación Literaria y Cultural Café Compás