Días Rojos
Angel Alvarez Hurtado
- DISCULPEN EL DESORDEN, es que hoy he tenido un día rojo.
- ¿Cómo?, ¿rojo? querrá decir negro.
- No, rojo. Se tiene un día negro porque uno engorda o porque se pone a llover,
pero un día rojo es distinto, de repente tienes miedo y no sabes por qué, ¿sabes a lo
que me refiero?
- Sí.
- Cuando eso me pasa no me queda más remedio que coger un taxi e irme a
Tiffany's. Me relaja el lujo y la tranquilidad que allí se respira, nada malo podría
ocurrirme allí.
(Desayuno con diamantes)
En la noche de ayer, falleció en el garaje de su domicilio en Los Ángeles la más
deslumbrante estrella del hardcore americano de los 90, Savannah, a los 23 años de
edad. El cadáver de la neumática y polémica rubia, conocida por su fogosidad
interpretativa, como por una turbulenta vida privada, marcada por su adicción a las
drogas, alcohol y antidepresivos fue hallado en el interior de su vehículo. Pese al
hermetismo de las fuentes policiales consultadas, este diario ha podido averiguar que
la hipótesis más barajada como causa de la muerte pudo ser un disparo en la cara, al
parecer infringido por la propia actriz, que habría recaído de sus procesos depresivos...
Los Ángeles Tribune, 12 de julio de 1994
Así fue como Leo conoció la noticia de que la persona que más y mejor le había
acompañado en su particular Tiffany's, había decidido dejar de existir. La rabia empañó
los gruesos cristales de sus gafas. Los periódicos españoles también publicaron una
breve reseña, pero, quizás, la profesión de la protagonista venía teñida de un cierto
tufillo irónico que a Leo no le hacía maldita gracia. Al parecer a algunos hijos de puta
les molestaba que alguien hiciese como los ángeles y forrándose lo que sus madres
hacían de pena y por la cara.
Aunque la soledad se alimenta cada día, no sería descabellado decir que todo
comenzó hace seis años, justo el día en que Leo; escritor frustrado, cinéfilo culto,
pornófilo declarado inhalador ocasional y camello en ciernes recibía un chivatazo de
una de sus más habituales clientes, concretamente su hermana; de que la policía le
tenía más vigilado de lo que estaría Pamela Anderson en el sexagésimo noveno
congreso internacional de violadores; así que Leo, aferrándose al manido dicho de que
sólo se aprenden idiomas viajando, hizo las maletas y se sentón encima a pensar
dónde ir. Descartó Italia, quizás porque los gangsters ya eran legales; pasó de puntillas
por Francia, porque desde niño había tenido la negra certeza de que el golpe
cuatrocientos había destrozado la cabeza de Antoine Duanelle, ¿e Inglaterra?
Inglaterra era impensable, siendo éste un país lleno de pederastas y él era tan joven.
Esa noche era lunes y Garci pasó "Sunset Boulevard", con toda esa maravillosa
decadencia de la Swanson, que Leo interpretó de modo sutilmente distinto al de los
eruditos invitados. Así que al día siguiente, haciendo acopio de los ahorros de toda una
incipiente vida dedicada a que lo adolescentes de su barrio no parasen ni un momento
de bailar, se subió el primer avión para Los Ángeles (California). Hollywood esperaba.
Al fin y al cabo, allí también necesitarían gente capaz de poner salchichas entre dos
trozos de pan bimbo. No todo el mundo podía ser actor; mira Mickey Rourke, sin ir
más lejos.
Los principios fueron duros; hay que tener en cuenta que todo el inglés que Leo
sabía provenía de pelis porno en v.o. sin subtítulos, y es que, hasta en eso, Leo era un
purista. Ya en el vuelo, un anecdótico incidente con una esplendorosa azafata le
convención prácticamente del todo de que "fakmi", tal y como él ya suponía, no debía
significar "gracias".
Era Hollywood, un lugar marcado por su peculiar industria; todo el mundo iba allí a
trabajar en la fábrica de sueños, a ser la Julia Roberts de "Pretty Woman"; aunque
flotaba en el subconsciente colectivo la certeza de que si no conseguías meter la
cabeza antes de los treinta o bien te volvías a casa derrotado, o terminabas a lo
Nicholas Cage en "Leaving Las Vegas"; pero sin Elizabeth Shue, claro está. Sólo una
cosa es cierta, hasta los perdedores se enamoran.
Fue en un peep-show del sex-shop más triste de Griffith Square donde Leo la
conoció. La contemplaban diecisiete despampanantes primaveras, tres viejos verdes,
un travelo despistado y Leo, que no tuvo dificultad en sustraerse del ajetreo del resto e
la platea y quedarse traspuesto en la contemplación de aquel purísimo ángel
deshaciéndose de la ropa al ritmo de Simply Red; parecía que lloviesen montones de
besos desde las estrellas directamente hasta sus brazos.
Como un detective de Hammet, también sin escrúpulos, pero sin sombrero, Leo
investigó, interrogó, sobornó y hasta golpeó. Necesitaba saberlo todo sobre ella. Se
llamaba Shanon, y al parecer había llegado a Hollywood hacía ocho meses, dispuesta a
convertirse en estrella de cine, y se dedicaba al baile exótico, a la espera de que algún
cazatalentos la descubriera. Había que reconocer que era preciosa, pero no un prodigio
de originalidad.
Lo único que Leo sabía con certeza es que necesitaba conocerla. La ansiedad y el
miedo al fracaso le impedían dormir, apenas comía, se pasaba las horas imaginando
hipotéticos encuentros, escribiendo en las servilletas de las cafeterías; como si se
tratase de un analista ajedrecístico, las infinitas variantes que podría adoptar cada giro
de esa primera conversación de la que parecía pender el resto de su vida. Una noche
la siguió a la salida del trabajo, ella entró en un portal y él en la cafetería "Nexus 6" de
la acera de enfrente. Vio encenderse, y apagarse a los cinco minutos, unas luces en el
segundo. Se quedó allí de pie, mirando su ventana, como un soldado vigilando el
torreón de la princesa.
A la mañana siguiente, analizó cuál sería mejor mesa para fijar cuartel general, y
tomó posesión. Recordaba haber visto de niño hacer algo parecido a Félix Rodríguez
de la Fuente con el lirón careto, y al igual que él, fue anotando en una libreta, fuese de
día o de noche, lloviese o hiciese sol, hasta el más mínimo rasgo de comportamiento
de aquella deliciosa criatura.
Había algo distinto en ella respecto a otras candidatas a actriz; al igual que Leo, ella
adoraba de verdad el cine. No había día que no fuese. Leo se solía sentar en un par de
filas detrás, cuatro butacas a la derecha. Fueron tiempos felices, rió con ella y Groucho
Marx, sintió su miedo con la repentina curación de la cojera de Kevin Spacey, se
enterneció con su patética falta de ritmo cuando intentaba seguir los taconeos de Fred
Astaire; y se quedaron solos en la sala cuando terminó "Desayuno con diamantes"; ella
llorando como un gato sin nombre, y él paralizado por el miedo a hacer el más mínimo
ruido que delatase su presencia. Debe ser muy violento saber de repente que un
desconocido conoce el color de tu dolor; tu ancestral y terrible pavor a la soledad. Leo
se dejó caer en la butaca, mimetizado por el miedo; y respiró tranquilo cuando
comprobó que ella al irse, no reparaba en su presencia, preocupada como iba en
sorberse la dignidad y los mocos con un pañuelo de Piolín.
¿Se ha imaginado alguno de Vds. la cara que se le hubiese quedado a Félix
Rodríguez de la Fuente sin una mañana, al despertar, lo primero que hubiese visto
fuese al lirón careto con los brazos en jarra y un cabreo de tres pares de narices
diciéndole "que pasha, ¿te gusto?".
Así se quedó Leo a la mañana siguiente, mientras leía el periódico en su mesaobservatorio
de""Nexus 6", despreocupado porque Shannon no solía dar señales de
vida hasta el mediodía, cuando de repente entró ella dando un portazo, se le sentó
enfrente, y aplastando el cigarrillo en el cenicero le gritó:
- ¿se puede saber qué coño quieres?
La respuesta no fue ninguna variante conocida, no figuraba en ninguna servilleta
vieja en su bolsillo; pero se disparó automáticamente, como un reflejo preexistente,
que hubiese estado siempre allí, esperando ese momento.
Quiero cuidarte en tus días rojos.
Aquella misma mañana Leo se mudó de piso a un piso enfrente de la cafetería
"Nexus 6", arregló la cerradura del buzón del portal, e incluso pegó un papelito en que
se podía leer "Shannon Leo; 2.° B".
Para los amantes de la estadística diré que en los ciento trece días que vivieron
juntos vieron siete westerns, veintidós policíacas, catorce melodramas, doce musicales,
dieciocho comedias, ocho de terror, dieciséis porno y cuatro de dibujos animados.
Follaron doscientas quince veces, hicieron el amor ciento veintisiete, y las dos cosas a
la vez diecisiete, lo que como todos sabéis supone una media altísima si comparamos
el común de las parejas. Batieron el récord mundial de esos no mecánicos, lo ostentase
quien lo ostentase y lloraron de alegría alguna que otra ocasión. Discutían a menudo
sobre "Desayuno con diamantes", Leo-Peppard pensaba que la gente se pertenecía, y
Shannon-Hepburn que hay que romper los lazos antes de que a uno le alejen de su
objetivo. Jugaban a hablar días y días usando sólo frases que hubiesen escuchado en
alguna película; de vez en cuando Leo recurría, correctamente ahora, eso sí, al "fakmi"
de sus primeros pinitos con el inglés. De lo felices que fueron baste decir que Leo sólo
tuvo un día rojo y Shannon cinco, cuatro en que fue rechazada en distintos castings, y
uno, el último, en que la contrataron.
Aquella noche, en que el silencio hacía daño, y sin embargo
parecía irreductible, fueron a ver "Matrimonio de conveniencia",
y ella no lloró. Él supo que algo iba mal. Por la forma que
ella el anunció que tenía un papel, Leo supo con toda certeza
que Shannon claudicaba de sus sueños.
¡Monticello!, pensó Leo, y qué difícil debe ser recordar el nombre de una crema
facial cuando no puedes evitar pensar en otras cosas.
Esa noche, ni follaron, ni hicieron el amor, ni se dijeron frases de película. Ella se
levantó pronto y preparó café. Él simuló estar dormido por miedo al dolor, para no
sangrar. Ella se sentó un momento en el borde de la cama, le besó los labios y dijo
muy suave, para no despertarlo: "Nadie pertenece a nadie, lo ves, yo tenía razón", y
Leo, que tenía un verbo fácil, no encontró una sola frase que no le pareciese manida y
ridícula para impedir que se fuese.
Había una nota bajo un imán de Mickey Mouse en el frigorífico; "Me tengo que ir.
Cuando te conocí ya estaba casada, pero creía que él había muerto. Ayer mismo me
enteré de que vive. Se llama Víctor Laszlo y es fundamental para el futuro del mundo
libre que crea que le quiero como te quiero a ti. Estoy segura que sabrás
comprenderlo. Siempre tuya, Shannon".
Aquel mismo día Leo volvió a Madrid, vía Frankfurt. Los alemanes no vestían de
gris. Y aunque era zurdo hubiese dado su brazo izquierdo por haber hecho un último
intento por retenerla, un desesperado "Ne quitte pas", enfermo y febril que la hubiese
detenido, pero la quiso demasiado y demasiado mal como para cortarle las alas.
Shannon llegó pronto a su primer día de rodaje. El título de la película era "Jeanna y
Savannah se lo montan". Ella nunca había hecho porno tan explícito antes, así que,
nerviosa, sacó la pitillera del bolso. Se la había regalado Leo y venía decorada con un
fotograma de Paul Newman jugando al billar en "El Buscavidas". Había un post-it
pegado, con la letra de Leo. "Perdona si no estoy cuando vuelvas, pero tuve que salir
precipitadamente a uno de mis safaris africanos. Esta noche los elefantes han vuelto a
estar inquietos, tanto, que no pude dormir".
Shannon hizo un gurruño con el papel en su puño, y supo que aunque posiblemente
no era culpa de nadie, habían cerrado Tiffany's para siempre; y dos horas después, a
la vez que el experto saber hacer de Jeanna le conducía a su primer orgasmo público,
tuvo el convencimiento de que iba a ser una estrella en eso; y la última oleada de
placer se juntó con la primera de esa desesperación que preludiaba un día muy, muy
rojo, y aunque hubiese salido corriendo, no hubiese sabido dónde ir y le arrasó la
certeza de que algún día no podría soportarlo.
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