Los ojos de Julia
Javier García García
AQUELLA RESULTÓ ser una tarde extraña. Era el primer días de las cortas
vacaciones de Semana Santa, pero estaba decidido a tomarme tranquilamente ese
paréntesis en mi apretada vida de estudiante, antes de volver al instituto. Salí de casa
con esa vitalidad que inyecta el comienzo de la primavera, pero poco después de salir
del portal me di cuenta de que en la calle había una calma anormal, como una bruma
invisible y empecé a preocuparme. El sol brillaba de forma agradable esa tarde pero no
había nadie paseando por las calles, ni siquiera el ruido de un coche se atrevía a
romper ese pesado silencio.
Caminaba junto a la tapia del colegio, mirando a mi alrededor con la esperanza de
encontrar algo que algo o alguien interrumpiera esa agobiante quietud, cuando me
percaté que la parte final de la tapia, donde se junta con el edificio de las clases,
estaba derrumbada. Me quedé mirando absorto los cascotes en la acera buscando
alguna explicación por la que cuatro metros de tapia se hubieran desmoronado. Algo
me hizo levantar la vista. Tras la esquina de la calle surgió un toro bravo. Pensé que
no era un buen comienzo para mis tranquilas vacaciones. El toro me miró fijamente y
empezó a caminar lentamente hacia mí, con la intención de no dejarme acabar el
segundo curso de BUP. Intenté subir por la parte medio derruida de la tapia, pero mis
piernas se habían petrificado, tenía la sensación de que estaban hechas de ladrillo y
cemento, incluso estaban a punto de derrumbarse igual que la tapia. Y el toro seguía
acercándose, lentamente, saboreando el momento, consciente de que yo no me
movería. De pronto, una sombra surgida de mi espalda me agarró por el brazo y me
ayudó a subir por la tapia en ruinas. Evidentemente mis piernas funcionaron
perfectamente, simplemente estaba agarrotado por el miedo. La sombra salvadora
resultó ser una mujer: -¡No te muevas! -gritó- mientras corrió cruzándose delante de
un toro que estaba sorprendido como yo, pero que reaccionó inmediatamente saliendo
enfurecido detrás de mi salvadora. Los dos se perdieron por la esquina.
Yo empecé a recobrar la serenidad: -esto no es normal -me dije- mientras la idea, cada
vez más razonable, de que esto era un sueño se fraguaba en mi mente. Tras unos
minutos la mujer apareció nuevamente, sin toro. No había podido darme cuenta antes,
pero mientras se acercaba me fijé en su atractiva figura. Enfundada en un pantalón
negro y una camiseta azul marino, calculé que no tendría más de 30 años. Cuando
llegó hasta la tapia me tendió la mano para ayudarme a bajar. Ya en el suelo
comprobé que era ligeramente más alta que yo. Cuando observé su rostro, me pareció
algo mayor, quizá por las arrugas que comenzaban a afianzarse en su rostro, pero
también por los rasgos duros de sus facciones. Pero lo que más me llamó la atención
fue su mirada. Sus ojos negros me exploraban con profundidad. Me dio la sensación de
que podía leer en mi interior cosas que ni yo mismo conocía. Mientras me observaba el
alma, exclamó con una sonrisa: -Me llamo Julia, vamos a tomar algo para que se nos
pase el susto. Nos fuimos a un bar cercano y por el camino, casi sin darme cuenta, la
calle recobró su actividad cotidiana, coches y personas circulaban con normalidad;
nadie parecía haberse dado cuenta de que un toro bravo andaba suelto y de que la
tapia de un colegio se había caído.
Al entrar en el bar, entre el humo del tabaco, distinguí a un hombre tomando café en
una pequeña mesa, junto a la ventana. Vestía una chaqueta de lana gris, casi del
mismo color que su pelo. Nos miró detenidamente. Julia no se dio cuenta, pero el
hombre sonrió complaciente al verla. A mí también me miró, fue sólo un instante, pero
había algo que me resultaba conocido en él. Continué caminando detrás de Julia y
mientras dirigía una última mirada al hombre del pelo gris tratando de saber qué era lo
que me resultaba tan familiar, me pareció ver cómo unas pequeñas lágrimas se
escapaban de sus ojos. Julia y yo nos sentamos junto a una pequeña mesa al fondo
del local, alejada del humo y del bullicio. Estuvimos charlando como dos viejos amigos,
a pesar de que acabábamos de conocernos. Me contó cosas de su vida, de su infancia,
de sus padres. Eran de este barrio, su madre era maestra y su padre disfrutaba de la
jubilación desde hacía unos meses: -Mi padre, me contó en tono casi confidencial, es
un hombre encantador, aunque a veces un poco raro; dice que conoce ciertas cosas
sobre el futuro; a pesar de que lo dice muy serio, siempre terminamos riéndonos. Julia
había estado fuera de la ciudad durante varios años; acababa de volver e iba a visitar
a sus padres cuando me encontró. Me sentí incómodo al pensar que estaba retrasando
en reencuentro con su familia por mi culpa, pero deseaba conocer más detalles sobre
esa fascinante mujer y ella también parecía disfrutar de la conversación lo que hizo
que nuestra charla se alargara varias horas. Realmente no sé cuanto tiempo estuvimos
allí, pero cuando nos marchamos ya era de noche. En la calle, Julia se despidió con
una sonrisa y un "ya nos veremos". Yo me quedé allí, reflexionando sobre todo lo que
me había ocurrido esa tarde, pero sobre todo pensando en esa mujer que estaba
desapareciendo tras la luz de las farolas.
Al día siguiente comprendí, como suele ocurrir a las personas normales que viven
experiencias sorprendentes, que todo había sido un sueño. no había rastro del toro, la
tapia del colegio estaba en su sitio y por supuesto Julia había desaparecido. A pesar de
que en principio me resistí a aceptar la realidad, ese sueño se fue durmiendo
lentamente, sin que notara que poco a poco se iba ocultando en el fondo de mi
memoria, como aletargado por el largo invierno, esperando la primavera propicia para
despertar. Pasaron los años y la evocación de esa mujer se fue desvaneciendo. Incluso
llegué a olvidarme de sus facciones. Sólo recordaba sus ojos. Esa mirada intensa que
parecía tener la capacidad de ver dentro de mí.
Quince años después volví a ver esos ojos, pero esta vez no era un sueño. Fue en la
clínica donde había llevado a mi mujer cuando comenzaron los primeros síntomas del
parto. Una hora después de dejar a la futura madre en la sala de partos, una
enfermera me dijo que todo se había desarrollado con normalidad y que podía conocer
a mi hija. Entré en la habitación con la expectación y la sonrisa tontorrona que
ponemos todos los padres primerizos. Allí, entre un pequeño grupo de batas blancas,
estaba mi esposa sonriendo. Cuando me acercaba, una mirada que creía olvidada se
clavó en mis ojos. Después de muchos años, los recuerdos de aquel extraño sueño me
despertaron salvajemente, como queriendo ocupar un lugar privilegiado en mi cerebro.
Me quedé inmóvil, eran sus ojos negros, no había duda, pero quien me miraba era mi
hija recién nacida. En la lejanía oí la voz de mi mujer "te has quedado abobado, ¿no
vas a cogerla?". Mientras levantaba a mi hija, me dirigió una sonrisa cómplice. En ese
momento decidí cambiar el nombre previsto para mi pequeña, sólo podía llamarse
Julia.
Durante un tiempo intenté en vano discernir entre el sueño y la realidad, buscando
alguna explicación lógica a lo que me habían acontecido. Todos los planteamientos
racionales que se me ocurrían, quedaban desarbolados cuando mi pequeña me dirigía
una de sus penetrantes miradas. Pasaron los años y me fui acostumbrando a ver
transcurrir la vida con algunos de los detalles que una mujer con los mismos ojos que
Julia, me adelantó charlando en un bar cuando yo era un adolescente, en lo que se
suponía, era un sueño.
Todavía hoy, treinta y cuatro años después del nacimiento de mi hija, mientras hago
un repaso de mi existencia, tengo dudas sobre la realidad o no de mi vida, y no me
extrañaría despertarme y que todo hubiera sido un sueño. En cualquier caso ha
merecido la pena. No sé si será por la emoción de los recuerdos o por el humo dl
tabaco, pero no he podido evitar que unas lágrimas se deslicen por mis mejillas cuando
Julia ha entrado en el bar, acompañada de un muchacho asustado.
©2001 Asociación Literaria y Cultural Café Compás