Dolores Haze, ella y yo, los tres
Gabrielle D'Haucan
YO RONDABA LOS CUARENTA, ella apenas diecisiete. No es nada nuevo.
Acababa de terminar las clases, y vestía su uniforme de colegio, aquella ridícula faldita
escocesa de tablas, con camisa blanca, desabotonada y abierta lo justo para dejar
entrever un triángulo de piel blanca, pálida. Bajo la atenta y argentina mirada de la
medallita de cualquier virgen -que podría ser ella misma-, aquel delta de dermis, atraía
inexorablemente mi lúbrica mirada. El mapa topográfico de mi deseo se salpimentaba
con el sutil anuncio de una orografía de dos pechos incipientes, dos sigilosas y
susurrantes dunas de piel coronadas por sendos diminutos pezones, tan minúsculos
que casi pasaban desapercibidos a través de la ajustada camisa. Mientras la besaba,
apoyados los dos en la anticuada barra de metal de aquel bar tan alejado de su
colegio, hice un escorzo y busqué su mirada. Tropecé con sus ojos también abiertos,
verdes, fijos e inmensos. ¿Besaba siempre con los ojos abiertos? Se dejaba acariciar
suavemente sus tímidos y florecientes senos. Primero el derecho, luego el izquierdo.
Hasta ese momento, habíamos estado hablando, apoyados en esa misma anticuada
barra de metal, de la última película de Almodóvar, pero ahora los dos guardábamos
silencio. Su forma de temblor prometido, me empujaba, me ponía delante de un
abismo de silencio. Yo seguía mirándola fijamente, embobado, apoyado en la barra,
ofreciendo la espalda al camarero.
Pasaron unos segundos. Ella, situándose enfrente, alargó sus brazos hasta el
mostrador, anclado sus dedos en el reborde que éste ofrecía en su interior, creando
una cárcel de carne, un angosto cubículo de deseo en el que, implacablemente, se
ceñían los cuerpos, estrechando un espacio imposible, inexistente. Cautivo, rendido a
aquel núbil encanto, la miré de nuevo en un lento viaje por todo su cuerpo, casi de
niña. La cabeza volteada hacia atrás, laxa, floja, descolgando una melena negra y lisa
que se abandonaba a su espalda como una enredadera que llegara hasta la cintura.
Rió, la cabeza retornó a su posición habitual y con unas diminutas horquillas que,
sujetas con los dientes asomaban por su boca, comenzó a recogerse el pelo. Mientras
sus dedos manipulaban y amontonaban mechones de oscura madreselva, su mirada se
enfrentó a la mía. Volví a detener mi vista en aquellos ojos de has juguetones,
curiosos, que no dejaban de sorprenderme y que me interrogaban, trasladando quizá
alguna apremiante cuestión que colgaba del borde de sus labios, junto a las horquillas,
como si fuera la primera vez que eran besados.
En ese instante, me pareció la criatura más deliciosa de la creación.
No era el único. Miré en derredor y vi cómo todos los clientes que había en el bar la
deseaban tanto como yo, sus miradas maliciosas así lo delataban. Celoso, quise huir de
allí, escapar a algún sitio donde nadie más que yo pudiera contemplarla, donde ella
fuera sólo para mí. De nuevo la observé; parecía haberme entendido con tan sólo
percatarse de mi mirada, pues hizo un mohín ante el gesto involuntario de desagrado
que se me escapó. Apuró el agonizante refresco de un trago y a través del culo del
vaso me devolvió una mirada encendida y provocadora. El beso se repitió aunque esta
vez mi ninfa cerró los ojos.
Cuando ya estaba fuera, en la calle, me di cuenta de que había olvidado las llaves del
coche encima del mostrador. El camarero, amigo desde hacía tiempo, levantó la vista
del "Marca", me recordó que no había pagado el coñac y aprovechó mi regreso para
retomar la conversación que habíamos mantenido sobre Almodóvar y los oscars en el
punto en que la habíamos abandonado antes. A través de la cristalera del frontal del
bar, aún pude ver cómo la joven pareja se volvía a besar; un día más, ella abrazada a
la cintura de aquel joven afortunado.
©2000 Asociación Literaria y Cultural Café Compás.