Leyenda de Jonás y la criolla
Javier Esparza Fuentes
CUENTAN EN EL CAFÉ del Cerro que el bueno de Jonás Salcedo se pulía los sueldos
en licor barato de alambique, que hiere las almas como tiro de cerbatana.
Llegaba al caer la tarde: traje de franela y exótico panamá, las piernas arqueadas
como jinete de pampa, y un mostacho enhiesto que contrastaba con sus rubicundas
mejillas.
Buscaba su rinconcito, junto a la barra, y allí mismito comenzaba la ceremonia de
botellas sin etiqueta pero con sello gubernamental. Mientras tanto, el café se
aterciopelaba con humo de habanos, espeso como telarañas. Allí se reunían jugadores
de bella estampa, cuadrillas de obreros y solitarios románticos.
Y Jonás apuraba sus tragos hasta perder la mirada en el infinito de las cosas,
semejante a las estatuas vulgares sin espíritu.
Cuando enviudó, tres años atrás, se predijo lo peor. "Jonás no es hombre de
soledades" se decían. "Perderá los sesos sin remedio". Y fue entonces cuando
comenzaron sus "peregrinaciones".
Aquel verano D. Ramón, el dueño del café, quiso dar otro aire al local, rescató del
trastero un viejo piano colonial, artefacto diabólico y nido de arañas.
Consultó los diarios de la capital y finalmente contactó con una criolla que estudió
música en Nantes. Amanda llegó en la diligencia vespertina. Era mujer menuda,
blanqueada con polvos de arroz. Olía a vainilla dulce. Sin ser bella, tenía ese no sé qué
que la llenaba de atractivo. Fue contratada. Viviría en la parte posterior de la casa, en
habitación con vistas a los barracones.
En las noches estivales, de granizados y horchatas, Amanda tocaba danzas rústicas,
viejas polcas y aires de la región. Jonás se fijó en la mujer, en la música, y se fue
poniendo sentimental. Recordó su juventud briosa y sus veleidades de poeta.
Desde ese momento, estuvo cerca del piano deslustrado, trabando conversaciones
entre pieza y pieza. Fueron vistos los domingos, paseando por los parques y oyendo a
la banda militar, ella con sus muselinas y parasol de fina gasa, él gallardo como un
infante.
Al comenzar las actuaciones, Jonás le entregaba papelitos con poemas pasados de
moda, que ella guardaba en una vieja caja de latón, con dibujos de flor de lis, repleta
de cartas galantes.
Algunas noches aparecía en la casa una escalera que desembocaba en el balcón de
Amanda. Hasta tal punto llegaron los rumores, que Fernando "el argentino", amigo
cabal de Jonás, le decía: "Algún día os rompés la crisma, viejo. No estás para
pasiones". Jonás refunfuñaba, y se ponía a hablar de otra cosa.
En agosto bajaron los mineros, las pagas florecidas en los bolsillos. El café fue
campamento de esta horda salvaje, devoradora de ajenjo. Y uno de ellos, un pelirrojo
australiano, ebrio e insolente, lanzó requiebros a la criolla. Jonás aguantó estoico, rojo
de ira. Al día siguiente apareció con bastón de puño de coral. Y cuando el minero
reanudó su procaz ofensiva, desenvainó el estoque oculto en la madera, hundió la
punta en su cuello y le dijo con dientes apretados:
- Jonás no repite las cosas. No quiero verte más por aquí. Y deja en paz a la
dama.
El pelirrojo le lanzó una mirada asesina y juró venganza, el puño en alto. Aquella
noche se celebró el coraje del nuevo galán. Amanda resplandecía orgullosa. Una caja
del mejor champagne francés fue vaciada por todos los presentes.
Llegó la onomástica de Jonás. Y la fiesta fue memorable. Invitó a bebida sin límite.
Bailó con Amanda canciones de gramófono, y cogió una melopea épica. El bueno de D.
Ramón, los ojos picarones le susurró al oído:
- Hoy puedes dormir aquí, pero sin escaleritas. Ya me entiende. Espere a que todos se
marchen.
Y Jonás asintió con gesto cómplice de conspirador y una sonrisa irónica....
El incendio se declaró en plena madrugada. Al día siguiente los rescoldos aún
humeaban, lanzando columnas negras que huían hacia el cielo. Los encontraron en el
lecho entrelazados. El cementerio estaba cuajado de tristezas y lamentos. La tierra fue
besando los ataúdes. Y el dolor se clavó con garfios en muchos corazones.
Hoy el Café del Cerro ha sido reconstruido. Ya no es un templo decimonónico. Dicen
que en las noches de estío, más allá de la nueva carretera, surgen fuegos fatuos de
color zafiro. Esa loma fue escenario de numerosas batallas por la independencia. A
nadie extraña el fenómeno. Pero los parroquianos quieren creer que Jonás y Amanda
brotan como espadas flamígeras para vencer el olvido. Y por eso, en el aniversario de
la noche negra, derraman sobre la tierra el fuerte licor de dos botellas sin etiqueta,
pero con sello gubernamental.
©1998 Asociación Cultural y Literaria Café Compás.